Las notas del arpa vibraran y despertaban resonancias antigua. El paisaje conocía bien ese tono quer era el de las arpas etruscas. Suspiré, tomé el cáliz que me ofrecía Nicolás y subí los escalones del Orco. No torné la cara para expresarles mi adiós. Rezaba mecánicamente, deslizando las cuentas del rosario, sin pensar en lo que hacía, sin pensar tal vez en nada— lasciate ogni pensiero —, en nada fuera de la voz de ese zagal al que casi no había visto, que tañía el arpa y cantaba como los pastores etruscos.
La testa colosal reproducía, ensanchada, multiplicada, a la que me había aparecido en ele espejo, de modo que apreté los puños al ingresar en su interior, pero no experimenté ninguna angustia sino una bienandanza incomparable. Un psicoanalista explicaría que ello resultaba del hecho de que en aquella penumbra yo hallaba nuevamente la felicidad del claustro materno, el refugio de esa madre a quien no podía recordar, o acaso el abrigo del regazo de mi abuela, la maravillosa Diana Orisini. Una puerta de bronce clausuraba la boca del mascaron, y la cerré. Se insinuó delante de mí, como una alegórica pintura de Botticelli, la escena del Orlando Furioso en que Astolfo obstruye la entrada del Infierno con árboles de pimienta y plantas de amomo, para que las arpías no escapen de su prisión, antes de ser recibido en el Paraíso por San Juan. La diferencia fincaba en que yo quedaría adentro, con las arpías.
Un banco de piedra, adosado a los muros, contorneaba la habitación, alrededor de la mesa central de extremos curvos que parecía un catafalco. Todavía siguen allí. Antonello que había improvisado un lecho a un costado, y había puesto junto a él un cántaro de agua ya algún alimento. Un cirio solo palpitaba sobe la mesa y coloqué a su lado la copa. Me desembaracé del manto y me senté en le banco. Las oscilaciones de la llama desplazaban la forma de mi giba en la desnudez de las rugosas paredes. Ubicado en el medio de la caverna, como si estuviera en la garganta del Demonio, abrí la puerta y contemplé, desde mi encierro, la noche de luna. Perfilábanse, en la cavidad de la boca, bajo los grandes colmillos estalactitas, las sombras del bosque, y a través de los agujeros de los ojos brillaba el cielo de plata vieja. Bomarzo se desprendía de mí, que tanto lo amé, aguzando su dolorosa hermosura.

Manuel Mujica Lainez, Bomarzo, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1981

1 comentários:

cbs disse...

lembro-me deste gajo...
ele não atacava no cabo da Àfrica?
:)